Un día cualquiera, a la hora en que muere el sol, encontré a Ana María Lira. Miré sus platones de cobre cubiertos de esmalte y experimenté variadas sensaciones. La más acentuada, la de una naturaleza sorpresiva. Fue algo así como cuando se alza el viento que ha estado pegado a la tierra.

Soy un pintor ensimismado, trabajo solo, retuerzo mis imágenes, y hasta me veo como un ser extraño moviéndose en oscuro repliegue de una caverna. Por eso precisamente, porque lo siento diferente de lo que yo hago, es por lo que amo el trbajo de los esmaltistas y ceramistas.

Ana María Lira, como la naturaleza imprevista, sorprende. Maravilla con los curvados horizontes de sus platos. Ella es, pues, una de las esmaltistas de mi predilección.

Tengo la impresión de que hacer esmaltes es un oficio rudo, que paradójicamente es practicado casi siempre por mujeres aparentemente frágiles. No las imagino solas frente a sus hornos acompañadas sólo por el fuego. O mejor, por los dos fuegos: el que consume las piezas y el que las consume a ellas.

Yo uso soplete, dice Ana María, y es como si me estuviera obligando a pensar en humo, en fuego, en ruido y en el silencio que viene después.

Ana María Lira practica un oficio antiquísimo. Un oficio de siglos que se remonta al amancer de China y Japón. Una aurora lánguida sobre la tierra del arroz donde los dragones van volando entre las nubes, peor como ella aclara, Lira es muy andina y es cierto; los colores de las franjas de sus platones recuerdan en alguna manera la cerámica y los tejidos polícromos indígenas. El algodón de los campos, las lanas de las llamas.

Casa artista en el transcurso de su trayectoria cumple una indispensable premisa. Premisa del busacr o del encontrar. No importa cuál de ellas. Con sus esmaltes tan personales, Ana María Lira va cumpliendo el periplo de una proposición nueva y arriesgada.

El platón resplandece, un remolino de chispas se eleva. Ana María Lira soplete en mano, cumple su ritual de fertilidad. El metal muerto de pronto se inflama, EL METAL ESTA VIVO.

 

Luis Domínguez Salazar, Caracas, 1979   

 

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